Dos individuos aislados en un mundo construido por ellos mismos buscan una salida.
Lo hacen sin muchas ganas porque en el fondo saben que ahí están bien. Están, por lo menos: no es moco de pavo. Se tienen el uno al otro e intuyen la necesidad de cuidarse mutuamente.
Intuyen que la noche, el negro, el vacío del cosmos pudiera ser su verdadero hogar, su zona de confort. Un lugar donde el tiempo se estira como un chicle Bang-Bang y las cosas tienen otro significado. (O no lo tienen en absoluto, lo que les quitaría de muchas preguntas incómodas).
Instalados en la perplejidad como postura más cómoda para sentarse en una realidad con todos los muelles rotos, se entregan a una contemplación que oscila entre la angustia de la desaparición y el consuelo de saberse en casa.
Sus actos carecen de propósito pero se esfuerzan en darles sentido, en darles interés, no vaya a ser que alguien los esté observando. (Esto los convertiría en algo real, posiblemente escénico, o viceversa).
Van transitando con el cuerpo, con la mente y con lo otro a través de todos esos estados y todas esas emociones y todas esas sensaciones que conforman su patrimonio: la empatía, la imposibilidad del consuelo, el deseo, las ganas de bailar, de hacerse daño, la nostalgia, las ganas de ser otros, de salir.
Piensan en la figura del héroe como una puerta a una realidad más sólida. Pero lo más probable es que esté cerrada con llave.
Dos aves fénix que renacen de sus cenizas por última vez.
Dos hombres reprimiendo su instinto suicida por educación.
Dos actores simulando ser gente con preocupaciones.
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